Inauguración: sábado 1 de marzo de 2025, 12 h.

El Convent, Espai d'art, Calle Hospital, 5

Vila–real, Castellón

Daniel Dobarco (2025)

Ultranoche

La noche ya no es lo que era. Y ahora que la hemos domesticado, que la hemos vuelto inofensiva, debería existir un término que designe aquello que antes era la noche: esa criatura que advertía con ambigüedad, que invitaba y amenazaba a la vez. Los crímenes diurnos han superado con creces —en cantidad y en peso— a los nocturnos; los amantes ya no prefieren tanto la penumbra; y las bestias, habituadas a la ciudad, apenas cazan con nocturnidad. ¿Qué sentido tendría, si con la basura tienen suficiente? Ni siquiera encontramos ya restos rituales de la noche anterior (simbología consumida en un acto que niega reconstrucciones), sólo necesitamos saber que lo que opera durante un momento ahora no tiene ningún sentido, y luego es horrible y cómico al mismo tiempo. No; no se puede decir que exista la noche. Si insistimos en seguir llamando “noche” a esto, entonces tendremos que inventar otro nombre para lo otro, aquello que comienza a desdibujarse como una memoria atávica.

Es sabido que el mundo mágico rehúye la iluminación artificial. Bajo su luz, simplemente no se manifiesta: desaparece con elegancia, dejando un vacío que cada quien llena con su propia creencia. Pero las quimeras existieron, y las criaturas fantásticas campaban a sus anchas tras las sombras que arrojó la luna; desde ahí tentaron y ahuyentaron a los hombres. La noche no era el descanso del foco solar que se empeña en vitalizar la tierra; no era sólo eso, sino un reposo inquieto, de sentidos afilados o la muerte, donde se abren pupilas y tímpanos involuntariamente como si el cuerpo ya supiera de esa tensión y reaccionara de manera sensata ante estímulos de progresiva inseguridad. Pues ese faltar del día, esa ausencia se siente como algo. No un vacío, sino una presencia espesa. La noche, que debiera ser liviana, se sentía como un manto que cubría las intimidades del día. Un manto pesado, de densidad variable según la fase lunar, capaz de asfixiar y de estimular las capacidades cognitivas más ocultas.

La luna nueva es un umbral, el sentimiento de haber superado algo que terminó y el inicio de algo aún informe. Es el momento de mayor vulnerabilidad, un paisaje de persecución: pájaros acechan maravillas luminiscentes, delicadas y efímeras. La presa tiene la ventaja de la ocultación, pero esas pobres polillas luminosas están bien jodidas.

El cuarto creciente es el momento de formalizar los comienzos que apenas eran comprendidos en la luna nueva. Aquí la escena son una serie de plantas en formación que encuentran pactos en lugares extraños.Los bichitos luminiscentes que han sobrevivido polinizan y retozan por los alrededores. Germinan promesas, aunque las estructuras son frágiles y tambaleantes.

La luna llena es la culminación de los ciclos: lo que está preparado trasciende, y lo que no, se desvanece. Es un instante de máxima luminosidad, pero esa claridad que imita al día dentro de la nocturnidad puede ser engañosa, incluso peligrosa. Bajo su influjo, dragones caen con la torpeza de un borracho, desplomándose desde alturas desconocidas. Estas criaturas, con piel más oscura que el cielo mismo, se estrellan contra la tierra como sombras hechas carne.

El cuarto menguante vuelve como despedida: una liquidación de los retantes que se entregan al sacrificio. Enloquecidos, desaparecen o estallan, acelerando la purga necesaria para inaugurar un nuevo ciclo. Entonces, aparecen los querubines, representantes caídos de un juicio que ha sido postergado demasiadas veces.

Esta vez no puede retrasarse más. A la mañana siguiente, todo debe estar limpio, purificado y listo para el reinicio.

Y otra vez la luna nueva repite la función con diferentes personajes, de manera que parece una parodia o una farsa, pues todo parece haber cambiado para continuar reproduciendo lo mismo. El ciclo sigue, mostrando un mundo que simula renovarse, pero que en realidad se limita a replicar su esencia una y otra vez, disfrazando su inmutabilidad bajo el velo del cambio.

Con esto Daniel invoca la ultranoche. Un “ultra” que señala, de manera provisional, aquello que está más allá: un color invisible pero real, un territorio no cartografiado, el instante en que todo se satura de sí mismo hasta transformarse en algo completamente diferente. Entonces, cabe preguntarse: ¿Es posible regresar? ¿Existe algún método reproducible para colmar tanto a la noche de sí misma y hacer que emerja la ultranoche? ¿Podrá lograrse esto bajo la luz de las farolas? Este es, precisamente, el experimento que nos ocupa.

 

Raúl Lorenzo Pérez

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